Saturday, November 29, 2014

Isodine

Siempre fui el chico gordito que se quedaba atrás en las carreras de bicis del pueblo; el típico que frenaba en la tercera esquina cuando el resto había pisado tan rápido los pedales que habían desaparecido sin dejar rastro.
Siempre pasaba igual: Iba a su casa a buscarles, salimos con la bicicleta y a la primera de cambio me quedaba rezagado hasta que desaparecían en una curva o les veía alejarse demasiado, sabedor de que era imposible para mí llegar hasta allí.
La culpa de todo la tenía mi obesidad y, de la misma manera, mi timidez. Y podría también echarle la culpa a mi madre sí no fuese porque sé que ella me obligaba a salir sólo por mi bien. Si por mi hubiese sido, hubiese pasado veranos y veranos sentado frente a la tele sin tener nada que hacer.
Era otros tiempos. No había consolas, sólo había dos canales en la tele y las madres curaban con isodine las heridas que sus hijos se hacían al jugar en la calle.
Mamá curaba mis heridas con detenimiento y cuidado; aplicando con algodón aquel liquido ocre que manchaba todo lo que tocaba y soplando en ellas cuando el escozor me hacía revolverme en la silla. Eran otros tiempos.
Recuerdo que un día cuando, intentando no quedarme rezagado de los amigos, el pie se me escapó del pedal y sin querer moví el manillar de la bici hacia un lado. Todo el brazo y la pierna izquierda rozaron contra la pared de piedra. Llegué a casa llorando y chorreando sangre y mamá me curó con aquel isodine
mientras soplaba sobre mis heridas.

He tenido suerte en esta vida, me he hecho pocas heridas, pero siempre he tenido a alguien cerca para curármelas con mimo y, en especial, a una madre que siempre ha soplado con cariño sobre ellas.

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